Eloísa Pardo Castro
Eloísa Pardo Castro nace en Tomelloso, Ciudad Real. Actualmente vive en Leganés y, desde el 2003, ocupa su tiempo en dar clases de alfabetización a mayores como monitora voluntaria de la Universidad Popular de Leganés en la casa cultural y regional de Castilla-La Mancha de esta ciudad, de la que también forma parte de la junta directiva; dirigir los talleres de escritura creativa y ludolingüística “Asiole Dorpa” y un encuentro poético mensual.
Ha tenido varias satisfacciones con la
escritura, como el Primer Premio de Poesía de la Universidad de Getafe del año
2004, y finalista en el 2005; el Primer Premio de Narrativa Breve de la Universidad
Permanente de Alicante (2004); Primer Premio de Poesía en el IX y X concurso
de poesía de Leganés, años 2004 y 2005 y
de Relato en el 2011; primer premio en el IV concurso de relato de la
Mancomunidad de El Alberche 2008 y, en el año 2010, premio de microcuento en el
I Concurso Internacional Escribir Adrede.
Disfruta de un refugio en Villanueva de
los Infantes y es Dama de la Orden Literaria Francisco de Quevedo de esta
ciudad.
Tiene publicado en el año 2016, por la
Biblioteca de Autores Manchegos (B.A.M.), el poemario “Pronto será oro el
membrillero”. Otros poemarios, en años sucesivos son: “Besos de Nitroglicerina
en el corazón” y “Piel”. Los libros de relatos: “Galería de trampantojos” y
“Haro y yo”. El libro de poemas “Los pecios del naufragio”, editado por Olé
Libros en el 2021 y la novela “El ruido del silencio”, de la editorial Con M de
Mujer, publicada también en el año 2021. Acaba de publicar el poemario
“Circuito cerrado. La lujuria del asco” y permanece inédito el poemario “De
noche oigo en mi cuerpo la carcoma”, que se publicará próximamente en Esstudio
Ediciones. Trabajando ahora en una novela histórica y en un poemario de
décimas.
(Biografía, imágenes y relato proporcionado por la autora)
«Me encontré en medio de una crepitante
sartén de amores impuros. Aún no amaba, pero deseaba amar, y hallándome en un
estado de penuria más íntima, me hacía aborrecible a mí mismo por no sentirme
más indigente. Comencé la búsqueda de algo que amar, pues amar quería».
Vita Brevis.
IN MEMORIAM
Hace tres años que murió mi marido.
Ni un solo día he dejado de ir al cementerio.
Ni un solo día, que se dice pronto.
Hace tres años que ostento el calificativo de viuda, pero no me siento
viuda, como tampoco me sentí nunca casada, porque tengo que reconocer algo:
nunca quise a mi marido.
Quizá por eso no merecí ser feliz, quizá
por eso él, adivinándolo, tampoco me quiso. Seguramente mis ojos al mirarle, o
mis manos, flojas y como a la defensiva en las pocas veces que hicimos el amor,
me delataran e hiciera que, poco a poco, me buscara menos o me odiara más.
Pero os aseguro que yo no soy la culpable.
Ni él tampoco.
Fue mi madre la que me impuso el novio y la boda.
Y fue su madre la que cerró el trato.
Ninguno de los dos somos culpables.
Como dote, mi madre me dejó todo el rencor que almacenaba en su alma
tallado en la mía.
Yo, una niña tímida, callada, invisible, sólo con mi padre me convertía
en luz, junto a él las palabras y la risa me brotaban en cascada, tumultuosas.
Era carpintero, con toda la noche en su pelo, con la madrugada
reflejándose en sus ojos y la armonía del mundo en su sonrisa. Además, era sabio.
Mi madre, celosa, acechaba como una hiena mis instantes de dicha en el
taller que mi padre tenía en la parte de atrás de la casa, en donde, como un
joven Gepetto, me configuraba muñecos con vida.
Y yo me dejaba querer y era feliz, hasta que ella llegaba y cerraba sus
dedos impíos en torno a mi brazo, obligándome a salir del paraíso.
Cuando mi padre murió aquella mañana de
esquinas, algo me escoció cruelmente en el pecho, como si me hubieran echado un
puñado de sal en el corazón.
La pena, silenciosa y ocre se me posó para siempre sobre los hombros,
como un sudario perpetuo.
Sólo tenía quince años.
Tres años hace que ostento el calificativo de viuda.
Y ni un solo día he dejado de ir al cementerio.
Que se dice pronto.
Voy siempre por las mañanas y, algunas veces, por la tarde, como cuando
tengo que llevar a mi madre al médico porque ya está muy mayor y necesita que
la acompañe.
Sólo me tiene a mí.
Voy al cementerio por la mañana temprano, y hablo.
Le cuento a Julián las cosas que nunca hicimos, los sueños que he
deseado y los que, estoy segura, soñó él.
Le cuento la vida que hubiéramos debido tener, la que yo imaginaba.
Le hablo de aquel viaje de novios, en coche, por el País Vasco, todo el
sur de Francia y la costa mediterránea hasta Almería, viaje que se desvaneció
en proyecto, por el sensato consejo de nuestras madres; le confieso, con un
rubor de acuarela en las mejillas, el deseo que se me desperezaba en las ingles
cuando, de recién casada, esperaba que volviera del trabajo, con mi vestido nuevo
y un puntito de perfume en las orejas.
Le recuerdo el día de mi cumpleaños, para que no se le olvide traerme
algún regalo envuelto en papel de colores imposibles.
Le susurro bajito, para que nadie nos oiga, lo mucho que le echo de
menos durante el día interminable y le dirijo la mano, de piel áspera, hacia la
gruta escondida de la que él es dueño absoluto.
Otros días le declamo, en pie, solemne, nombres de niño o de niña, para
que elija el que más le guste y ponérselo a nuestros hijos, hijos que no
tuvimos por acatar el firme e inapelable dictamen de nuestras madres, que no
deseaban que ningún nieto hiciera añicos el silencio pegajoso y añejo de sus
casas.
Siempre le llevo flores por nuestro aniversario, el día en que hubiera
cumplido años y algún detalle por Navidad.
El año pasado, por San Valentín, le leí un poema que le hice hace tiempo
y que nunca le enseñé. Fue una noche de verano, larga y altiva, a poco de
casarnos, la primera vez que, al despertarme junto a él, sentí gritos dentro del
vientre y un alboroto desconocido entre mis piernas. Iba a tocarle el muslo,
desnudo y expugnable, pero mi mano se desvió cobarde a mitad de camino.
Me levanté y pasé la noche enjaretando
poemas en un cuaderno de niña, hasta que el amanecer me miró, despectivo, a los
ojos.
También hay mañanas que no hablo, el silencio me gusta, como en aquellas
tardes lerdas que pasábamos sentados en unas mecedoras antiguas, quizá
demasiado separados el uno del otro.
Hace unos meses, un hombre que viene a visitar a su mujer, fallecida en
un accidente, me espera y salimos juntos.
Se le ve muy afectado, me habla mucho de ella, y me agrada que,
escucharle, le alivie el dolor.
Se llama Miguel.
El otro día, al salir del cementerio, me invitó a un café y yo le estuve
hablando de Julián todo el rato: de nuestro viaje de novios, de los detalles
que tenía conmigo en mis cumpleaños, de los nombres que elegimos juntos para
los hijos que nunca llegaron, de los
poemas que le escribía y que luego le salmodiaba aupada a su oído y le digo, cuando me enseña algunas
fotos de su familia, que ya le enseñaré algún día las fotos de nuestra boda,
con mi padre Gepetto de padrino, mi velo impoluto como emblema de inocencias y
todas las esperanzas del mundo apresadas entre los lirios de mi ramo de novia.
Miguel me dijo que deberíamos espaciar
nuestras visitas al cementerio, que nos hace daño y que hemos tenido mucha
suerte porque hemos sido felices.
Ayer no fuimos.
Fuimos a ver la ciudad iluminada. Es
Navidad.
Le he llevado a mi marido un ramo de
claveles blancos y he estado hablándole mucho, sentada en una esquina de la
sepultura, con las piernas recogidas y el corazón saltando travieso y ruidoso
en mi pecho.
Por la tarde he quedado con Miguel en un
restaurante pequeñito que han abierto hace poco a las afueras del pueblo. Me va
a presentar a sus hijos.
Creo que soy feliz.
A mi madre que, postrada en la cama, me mira con desdén desde sus ojos
de antaño, me gustaría hablarle y que su mano, sólo una vez, sonriera
recorriendo mi cara, me gustaría besarla y contarle cómo se deshilachan las
nubes en este atardecer de marzo, me gustaría decirle la cantidad de vidas que
puede haber en una sola. Pero no se lo digo.
Para qué.
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