Denise Levertov

 


Denise Levertov nació en 1923 en Ilford, Essex, Inglaterra, hija de Paul Philip Levertoff, un judío ruso convertido al cristianismo que era pastor anglicano, y de Beatrice Spooner-Jones, oriunda de Gales.

Muy precoz, se dice que a los cinco años declaró que sería escritora; a los doce le envió sus poemas a T. S. Eliot, quien le escribió en respuesta una carta de aliento; a los diecisiete publicó su primer poema en una revista.

Durante la II Segunda Guerra Mundial, trabajó como enfermera en Londres. En 1946 publicó su primer libro y en 1947 se casó con el escritor estadounidense Mitchell Goodman, con quien se traslada a Nueva York (EE. UU.) en 1948, y donde tienen un hijo al que llamaron Nikolai, el matrimonio duraría hasta 1974, pero Denise pasaría la mayor parte de su vida en este país, con excepción de breves estancias en Europa y México, y de los frecuentes viajes que realizó en calidad de escritora. Entre 1955 y 1956 adoptó la nacionalidad estadounidense, donde se dedicó a la docencia en diversas Universidades y colaboró con tareas editoriales de poesía como en The Nation, lo que le permitió apoyar y publicar obras de poetas feministas y activistas de izquierda.

Entre sus influencias se menciona a Emerson, Thoreau y Pound, así como a los poetas Robert Creeley y Kenneth Rexroth, del grupo Black Mountain Review, a quienes conocería a su llegada a Estados Unidos y donde publicaría varios poemas aunque, Levertov, siempre aclaró que no se sentía parte de ninguna corriente artística.

Fue su segundo libro de poesía, Aquí y ahora (1957), el que la situó en el movimiento Beat. Durante esos años se compromete activamente en el movimiento pacifista contra la guerra de Vietnam. En 1967 escribió La danza de la tristeza, donde expone sus sentimientos de dolor ante la guerra.

Su compromiso con el feminismo y el pacifismo la impulsó a utilizar de forma consciente la poesía como herramienta de lucha política y social.

A lo largo de su larga y prolífica carrera literaria, publicó más de veinte libros, principalmente de poesía, aunque también ensayos entre los que destacan A las islas por tierra (1958), Gustar y ver (1964), La respiración del agua (1987), Una puerta en la colmena (1989) o Tren de la tarde (1992).

En España, la editorial Hiperión publicó en 2013 una Antología poética de Levertov. También destaca su libro Ensayos nuevos y escogidos (1992). En 2017 la editorial Vaso Roto publicó Pausa versal: ensayos escogidos, libro que recoge 25 ensayos de la autora.

Recibió numerosos premios y distinciones, tanto por su obra literaria como por su compromiso social y político, como la Beca Guggenheim y el Shelley Memorial Adward en 1984 y la Robert Frost Medal en 1990, ambos de la Poetry Society of America, entre otros.

Falleció a los 74 años, el 20 de diciembre de 1997.




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8 POEMAS DE DENISE LEVERTOV


Al lector 

Mientras leés, un oso polar plácidamente

orina y tiñe

la nieve de azafrán;

 

mientras leés, algunos dioses

se acuestan entre hiedras: sus ojos de obsidiana

están mirando las generaciones de hojas;

 

mientras leés, el mar

está pasando sus páginas oscuras,

pasando

sus páginas oscuras.



La queja de Adán

 

Hay quienes,

no importa qué les des,

también quieren la luna.

 

El pan,

la sal,

carne blanca y roja,

y todavía tienen hambre.

 

La cama matrimonial

y la cuna,

y siguen con los brazos vacíos.

 

Les das la tierra,

su propia tierra bajo los pies,

y se lanzan al camino.

 

Y el agua: cavá el pozo más hondo,

que no será suficiente

para beber en él la luna.


 La lluvia de cinco días

 

La ropa lavada cuelga del limonero

bajo la lluvia

y el pasto, largo y tosco.

 

La secuencia, rota. La tensión

de la luz solar, rota.

Tan leve, la lluvia.

finos jirones

que penden sobre las hojas rígidas.

 

¡Vestite de rojo! ¡Arrancá los limones verdes

del árbol! No quiero

olvidar lo que soy, lo que ardió en mí

y colgar, limpia y lánguida, como un vestido vacío.





Intimación

 

Esta luz, estas ramas, me impacientan.

Por más azul que esté, el cielo se entromete.

Porque empiezo a notar

que hay algo más que debo hacer,

y no logro encontrar el ritmo de los días

al que en otros inviernos podía moverme bien.

Cortaron aquel árbol alto,

el que el amanecer doraba –ese fervor

de pájaros y querubines

callados. La sequía

había apagado el verde

en muchas de sus hojas.

                          Porque sé

que una necesidad nueva ha empezado

a echar sus redes desde mí hacia

un lugar desconocido. Busco

un silencio que está casi presente,

huidizo en los latidos de mi corazón.

 

Hablándole al dolor

 

Ah, dolor, no debería tratarte

como a un perro sin dueño

que viene hasta mi puerta por si consigue

un trozo de pan duro, un hueso pelado.

Debería confiar en ti.

 

Debería convencerte

de que entres en mi casa y darte

tu propio rincón,

una alfombra vieja donde echarte

y tu propio plato de agua.

 

Piensas que no sé que has estado viviendo

bajo mi portal.

Quieres que tu lugar definitivo esté listo

antes que llegue el invierno. Necesitas

tu nombre, tu collar y medalla. Necesitas

el derecho de espantar a los intrusos,

a quedarte en mi casa

y considerarla como propia,

a mí como algo tuyo

y a ti mismo

como mi perro.

 

La tercera dimensión

 

Quién me creería

si dijera, “Me agarraron y

me abrieron

del cráneo a la entrepierna, y

todavía estoy viva, y

me paseo complacida con

el sol y con toda

la generosidad del mundo.” La sinceridad

no es tan simple:

una sinceridad simple

no es más que una mentira.

¿Acaso los árboles

no esconden el viento

entre sus hojas y

murmuran?

 

La tercera dimensión

se esconde.

Si los obreros de la calle

parten las piedras,

las piedras son piedras:

a mí el amor

me partió en dos

y estoy

viva para

contar el cuento pero no

sinceramente:

las palabras

lo cambian. Deja que sea

aquí bajo el dulce sol

una ficción, mientras yo

respiro, y cambio el paso.


 

 Espero

 

En los bancos, en las esquinas

de las salas de espera de la tierra,

al lado de árboles cuya savia se eleva, se eleva

para escapar en hojas grises y perderse

en el aire último.

 

Espero

por quien viene al fin,

tarde, perdido, por siempre

añorado, avanzando

no por mi camino sino cruzando

la esquina donde yo espero.



La respiración

 

Absoluta

paciencia:

los árboles erguidos,

sus rodillas hundidas en la

niebla. La niebla

lentamente

sube por la colina.

Pálidas

telarañas, el pasto

que ralea allí donde los ciervos

anduvieron en busca de manzanas.

En el bosque,

desde el arroyo hasta la cumbre

que se alza por encima

de la niebla, no se ve

un solo pájaro.

Tan absoluta es,

que no podría ser

más que la dicha, una respiración

que de tan sosegada no se escucha.




















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